Sus ojos ardientes eran lo primero que se le notaba, unos ojos de camaleón, ojos grises punteados de verde en la oscuridad, ojos verdes punteados de azul cuando le daba el sol. A ella, no le gustaba el sol, tampoco el frío, tampoco la lluvia, sólo le gustaba la oscuridad. Recostarse un viejo camastro desgastado por el paso del tiempo, con sólo el tragaluz que dejara pasar la brillantez de la luna llena. Ahí, en su fortaleza, de medio piso donde uno ni siquiera cabía de pie, era aquí donde se sentía en seguridad, donde podía pensar, donde podía librarse a sus pensamientos más intensos. Luego, ponía su disco favorito, el que siempre entraba en bucle: un jazz francés, suave, ligero, lleno de misticismo que la hacía estremecerse. En este cuarto donde escuchamos llegar el amanecer, todos durmiendo pero ella soñando con la noche.
Y cuando finalmente, decide abrirse al mundo. Sale a caminar por las calles en búsqueda de la felicidad, ¿sería que la reconoció o sería que se la tiene que llorar?