Un estudiante nadaba con una estudiante en el río. La chica era una deportista y él en cambio era un nadador desastroso. La chica lo amaba perdidamente y tenía tanto tacto que nadaba igual de despacio que él. Pero cuando la natación se acercaba ya a su fin, quiso pagar rápidamente la deuda que tenía con sus aficiones deportivas y se lanzó con rápidas brazadas hacia la orilla. El estudiante intentó avanzar más rápido y tragó agua. Se sintió humillado, puesto en evidencia en su inferioridad física y sintió lítost.
Milan Kundera escribió estas líneas en El Libro de la Risa y el Olvido, publicado en España por Tusquets y traducido casi en su integridad. Casi. Hay una palabra, ‘lítost’ que se mantiene en el checo original. Hace referencia a la agonía que se siente al ser consciente repentinamente de la propia miseria. “He buscado vanamente en otras lenguas el equivalente de esta palabra” asegura Kundera, “me parece difícil que alguien pueda comprender el alma humana sin ella”.
Decir que el español es muy rico es como decir que el gotelé es muy sufrido o que el Rey es muy campechano. Un lugar común que a fuerza de repetirse ha perdido ya su contenido. Según afirma José Antonio Pascual, vicedirector de la Real Academia de la Lengua Española, en el diccionario se registran 88.000 palabras; el inglés (que se suele poner como ejemplo de idioma pobre y con poco vocabulario) registra más de 170.000 definiciones en su diccionario de referencia, el Oxford, aunque también es cierto que ellos abusan más de las palabras compuestas.
“Se suele estimar el léxico de una lengua añadiéndole un 30% al que recogen los diccionarios”, asegura Pascual. Pongamos entonces por caso que hay cerca de 115.000 palabras en castellano. Son muchas, sin duda, pero no suficientes. Cada idioma tiene sus matices, sus inflexiones y sus palabras imposibles de traducir, lítost es solo una de ellas, hay muchas más.
Si un idioma es un reflejo de sus hablantes los alemanes cumplen los tópicos y se revelan como unos trabajadores incansables. Torschlusspanik es el miedo a que las oportunidades disminuyan a medida que nos hacemos viejos, freizeitstress, el estrés del tiempo libre y todas las actividades que haces para ocuparlo.
Pero hay otra palabra, schadenfreude, que ha cobrado más relevancia e incluso se ha tomado prestada en distintos idiomas. Hace referencia al sentimiento de gozo que se produce al observar el sufrimiento ajeno. No es sadismo, no es envidia, es un término intermedio que encarna a la perfección ese ansia (tan común en la prensa rosa) de asistir a la caída a los infiernos de los ídolos, esa risa involuntaria que brota al ver una caída ajena o el gozo interno que nos invade cuando vemos al final de la película que el villano de turno recibe su merecido.
Tenemos que irnos al otro extremo del planeta para encontrar el antónimo de schadenfreude, hablamos de mudita, un concepto budista que hace referencia a la felicidad que genera la felicidad ajena.
También el japonés refleja en su vocabulario la cultura trabajadora de sus gentes, desde la castrense kyoikumama (madre que presiona despiadadamente a sus hijos para que obtengan logros académicos) hasta gaman, la determinación para afrontar los obstáculos en la vida, de persistir frente a desafíos que parecen insuperables.
Pero el término psico-laboral más extraño que tienen los japoneses no es ninguno de los anteriores, es karoshi, una palabra tristemente de moda en el país que hace referencia a la muerte por estrés laboral.
Gigil expresa en filipino lo que sienten todas las abuelas cuando cogen a sus nietos en brazos, esas ganas de morder o pellizcar algo insoportablemente tierno.
Tartle se utiliza en Escocia para denominar ese momento de vacilación cuando vas a presentar a alguien y no recuerdas su nombre.
Boh es probablemente la mejor expresión que tiene el italiano, sirve para decir con solo tres letras que no tienes ni idea.
Más románticos son los árabes que al pronunciar ya’aburnee (literalmente, tú me entierras) aluden al deseo de morir antes que su interlocutor para no tener que soportar su pérdida. Y seguimos con el macabro tema de la muerte, solo hay un idioma conocido para nombrar algo tan desgarrador como la pérdida de un hijo. Hay huérfanos, hay viudos, y en Israel hay hore shakul.
Los franceses no son de palabras sino de expresiones únicas, y sorprenden nombrando conceptos tan concretos como el ingenio de tener la respuesta acertada cuando es demasiado tarde (l’esprit de l’escalier) o pasar la mañana vagueando en la cama (grasse matinée).
No hay nada intraducible y los que se dedican a ello profesionalmente son conscientes. Todo puede solucionarse con un circunloquio, con una palabra equivalente en el fondo y distinta en los matices. Tampoco existe nadie que domine todos los idiomas del mundo (7.105 según ethnologue), así que es un poco exagerado asegurar que hay palabras únicas. Pero sí que existen palabras sin equivalente en la mayoría de los idiomas conocidos, conceptos que por su mayor uso o por la evolución idiomática han derivado en pequeñas rarezas lingüísticas. Joyas hechas palabras.
Vladimir Nabokov, además de escribir Lolita, la tradujo del inglés al ruso, esa y muchas obras más, propias y ajenas. Era un defensor de la traducción literal, sin cambiar ni un ápice (a pesar de que fuera el responsable de que en Rusia no hablen de Alicia sino de Ania en el País de las Maravillas).
Sin embargo, reconocía que había palabras que no tenían traducción posible y hacía hincapié en una: toska. “Ninguna palabra del inglés traduce todas las facetas de toska”, decía el autor.
“En su sentido más profundo, es una sensación de gran angustia espiritual, a menudo sin causa específica. En el aspecto menos mórbido es un dolor sordo del alma, un anhelo sin nada que nada haya que anhelar. En su nivel más bajo, se reduce al hastío, al aburrimiento”.
Tanto toska como lítost hacen referencia a sentimientos. Haciendo un breve repaso nos damos cuenta de que la mayoría de palabras sin traducción lo hacen. Y dicen más de lo que encierra su estricto significado, dicen cosas sobre quien las habla.